MARÍA DE BOHÓRQUEZ

(¿1538?-1559)

 

"...Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida". Apoc.2:10

 

Una de las historias más conmovedoras de las víctimas protestantes de la Inquisición española es la de María de Bohorques(o Bohórquez). Era hija natural de don Pedro García de Jerez y Bohorques, Grande de España de primera categoría. Con­taba, cuando su martirio, la edad de veintiún años. Desde muy joven había demostrado un talento excepcional, y su familia había confiado la dirección de sus estudios al doc­tor Juan Gil, a través del cual conoció su discípula las doctrinas reformadas. Dominaba el latín y leía el hebreo y era muy versada en las Sagradas Escrituras. Nadie aventajaba a la joven María en el conocimiento de las obras de los reformadores. El  Dr. Egidio (seudónimo de Juan Gil), decía de ella que siempre aprendía algo en sus conversaciones con Ma­ría. Es difícil encontrar otro ejemplo de juventud, sabiduría y piedad juntas, sacrificadas por un fanatismo tan ciego y cruel.

 

Cuando fue detenida, con la mayor serenidad, confesó María de Bohorques, desde el primer interrogatorio de los inquisidores, que era uno de los miembros de la congre­gación evangélica. Su conocimiento de las Escrituras (los documentos de la Inquisición dicen que sabía de memoria los Evangelios y algunas obras teológicas reformadas) le proporcionó los medios de rechazar o rectificar con firme­za y facilidad todos los argumentos con los cuales los jueces procuraban envolverla y que, a veces, les eran útiles para engañar o atemorizar a otros prisioneros. Defendió su fe, presentándola, no como una invención de Lutero, sino como la verdadera fe de Jesucristo. Es admirable ver la fortaleza doctrinal y espiritual de una joven doncella que se encuentra sometida a tan grave situación. 

 

 Se negó además a descubrir nombres de otros compa­ñeros en la fe. Aunque parece extraño que sea posible, María, una muchacha de veinte años, fue brutalmente torturada: no se concibe que incluso aquellos zafios sayanes no se avergonzaran mientras con sus propias manos iban atando a la joven; y luego, al administrarle el tormento, contemplaban su angustia y escuchaban sus gemidos. Ma­ría estaba resuelta a no confesar nada, pero su fuerza se manifestó inferior a la brutalidad de sus verdugos. En la desesperación del tormento, y para librarse del mismo, ya que le exigían que denunciara a otros confesó, por fin, que su hermana Juana conocía su fe y que no le había mani­festado desaprobación. Era imposible una confesión en que cualquier persona aludida resultara menos comprometida, y María esperaba que no podía tener desagradables con­secuencias para Juana, ya que al pronunciarla sabía que su hermana era una buena católica, de familia noble y esposa de un caballero con titulo de barón; al primer interrogatorio se darían cuenta de que no era reformada y, por tanto, sería soltada enseguida. En cambio, otro cualquiera de sus hermanos en la fe habría tenido que sufrir gravemente por su culpa. La pobre María no había previsto las funestas consecuencias que tendría aquella leve acusación para su desgraciada hermana. Esta maquinaria inquisitorial era insaciable e insensible, no entendiendo de distinciones ni de consideraciones.

 

  Finalmente María fue condenada a relajación (entregada a la autoridad secular) y se in­tentó, antes de su ejecución ‑como era costumbre con los reos de pena capital‑, obtener su retractación, con lo cual habría evitado la hoguera, y aún la muerte, de no ser relapsa (reincidente) ni dogmatizante. Los inquisidores, sea por la influencia de los familiares de María o porque sintieran en algún momento simpatía por ella, se esforzaron más que nunca por convencerla. Mandaron varias veces a su celda a sacerdotes jesuitas y dominicos para discutir con ella, pero todo fue inútil, ya que los conocimientos teoló­gicos y escriturarios de los frailes que mandaban eran inferiores a los de María.

 

La víspera del día del auto de fe en que había de morir la visitaron dos dominicos y varios teólogos de otras órde­nes para hacer un último esfuerzo con miras a su retrac­tación. Según Llorente, «María los recibió con la mayor cortesía, pero al mismo tiempo les dijo claramente que podían haberse ahorrado el trabajo que se tomaban, pues ella tenía más interés por su propia salvación del que posi­blemente sentían ellos; que hubiera renunciado a sus creen­cias si hubiera albergado la menor duda acerca de su verdad, pero que estaba más convencida de ella que nun­ca, máxime cuando los teólogos católicos, después de mu­chas tentativas, no le habían presentado más argumentos que los que ella ya conocía y podía refutar fácil y satis­factoriamente>.

 

 El siguiente día, María, vestida del sambenito, fue lle­vada con los demás condenados al lugar del suplicio. Afectuosamente saludó a sus compañeras de martirio, mientras formaban la procesión, exhortándolas a mantenerse firmes en la fe; y cuando se disponían juntas a entonar un Salmo los inquisidores, que habían advertido que estaba animan­do a los que estaban a su lado, mandaron ponerle una mordaza.

 

Antes de ser encendida la hoguera, fue amonestada otra vez para que abandonara sus errores y volviera al seno de la iglesia católica. Al serle quitada la mordaza para poder contestar, lo hizo con voz firme: "No quiero ni puedo re­tractarme". Narra Llorente que uno de sus compañeros que había abjurado de su fe para granjearse la gracia del garrote en vez de la hoguera, la exhortó a no confiar demasiado en las nuevas doctrinas y a que pesara los argumentos de los que la aconsejaban; pero sólo consiguió que María le reconviniera por su debilidad y cobardía, agregando que no eran éstos momentos para razonar, sino para meditar en la muerte y pasión del Salvador, por quien habían sido justificados y salvados.

 

Según Llorente, «porfiaron algunos clérigos y muchos frailes, después de puesta la argolla al cuello, porque no la quemasen viva, movidos a compasión por su juventud y sabiduría, y que se contentasen con oírle decir el credo si ella prometía recitarlo, en vez de la abjuración formal necesaria en estos casos, para cambiar su pena por la gracia del garrote. Los inquisidores concedieron lo que se les había pedido, pero apenas hubo María terminado, cuando empezó a explicar en sentido bíblico los artículos de la fe y del juicio sobre los vivos y los muertos. No se le dio tiempo para concluir; el verdugo le dio garrote y luego fue llevada a la hoguera.

 

Ésta, como la fiel ANNE ASKEW, fue otra bella y ungida rosa ofrendada al bendito y amado Redentor. 

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