OREMOS POR EL ESPÍRITU

James W. Alexander

(1804-1859) 

 

  Afín de tener un avivamiento poderoso y sin precedentes, lo que necesitamos ante todo es que toda la Iglesia se ponga de rodillas ante Dios. Las grandes manifestaciones de Dios para redención en el pasado, debieran despertar en nosotros un gran anhelo de que se repitan en nuestros días. “Yo soy Jehová tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto; abre tu boca, y yo la llenaré” (Sal. 81:10). En realidad, miles de creyentes se reúnen ordinariamente para orar, pero cuando “el Espíritu de gracia y de oración” se derrama en medio del gran cuerpo de cristianos que oran movidos a compasión por la desolación espiritual de Jerusalén, la promesa se hará realidad: “Te levantarás y tendrás misericordia de Sion, porque es tiempo de tener misericordia de ella, porque el plazo ha llegado. Porque tus siervos aman sus piedras, y del polvo de ella tienen compasión” (Sal. 102:13-14). ¡Oh, que el pueblo de Dios tu viera conciencia del privilegio de rogar a viva voz por ese gran don!

 

Abre tu mente, lector creyente, a la verdad extraordinaria de que Dios tiene una disposición infinita de responder a la oración, tal como lo hizo cuando envió a su Hijo “en rescate por muchos”. Ese es el más grande de los dones posible. “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿Cuántos más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc. 11:13). ¡Oh, padre de familia! ¡Reflexiona sobre este bendito versículo: Ya tienes dentro de tu corazón algo que te revelará su significado! ¿Qué es lo que Dios está tan dispuesto a dar? Es aquello que asegura y aplica todos los beneficios de la mediación de Cristo, aquello que genera avivamientos aquí en la tierra y por toda la eternidad en el cielo, ¡es el Espíritu Santo! ¿No debieran todos los discípulos, en todas partes del mundo postrarse ante el Trono de Gracia, rogando a Dios en nombre de Cristo que atienda este pedido que todo lo abarca? Sólo en Él confiamos porque con Él hay “abundancia de espíritu” (Mal. 2:15). Pero lo pedimos en el nombre de Cristo porque el nombre mismo significa “ungido” y la unción que fluye de Él como Cabeza, a todos los miembros, es justamente este don, el Espíritu Santo, “pues Dios no da el Espíritu por medida” (Jn.3:34). Lo tiene sin medida y siempre disponible para su Iglesia, que cuando ora en ese Nombre, lo recibe. Piensa un momento en este gran don; seguramente dará nuevo significado a tus oraciones.

 

 1. Existe tal cosa como el derramamiento del Espíritu Santo. Así como Moisés “derramó del aceite de la unción sobre la cabeza de Aarón” (Lv.8:12), derrama Dios la unción de su Espíritu sobre la cabeza de nuestro Sumo Sacerdote. Y así como la fragancia ceremonial “baja hasta el borde de sus vestiduras” (Sal. 133:2), el don del Espíritu se extiende sobre todos los creyentes. “La unción que vosotros recibisteis de él”, dice el apóstol Juan, “permanece en vosotros” (1 Jn. 2:27). Pero, a veces, la efusión es tan abundante que se convierte en un derramamiento. Algunos encuentran defectuoso este término [derramamiento], que de cualquier manera es categóricamente bíblico y consagrado en la Iglesia. Entre las promesas hechas a Israel, refiriéndose a los postreros días, dice el Señor: “Ni esconderé más de ellos mi rostro; porque habré derramado de mi Espíritu sobre la casa de Israel, dice Jehová el Señor” (Ez. 39:29). Otro profeta aplica el comentario apostólico a la época del Nuevo Testamento: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (Jl.2:28). Lo mismo dice en el libro de los Proverbios: “Derramaré mi espíritu sobre vosotros” (Pr. 1:23).

 

Indudablemente, la idea presentada es de un derramamiento abundante. ¡Pidámoslo! El Señor Jesús consoló a sus discípulos atribulados con la promesa de este don como resultado de su ascensión: “Si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros” (Jn. 16:7). ¡Oh, con cuánta generosidad y gloria envió al Consolador en el primer Pentecostés cristiano! “Habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo”, dijo el apóstol Pedro, “ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hch. 2:33). Acababa de venir del cielo un estruendo como de un viento fuerte que llenó toda la casa don de estaban sentados “y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch. 2:4).

 

No dejen de notar que los creyentes habían estado unidos en oración, pidiendo justo por este don, cumpliendo así con el mandato del Señor de que debían esperar “la promesa del Padre” (Ver Hch. 1:4-5, 14; 2:1). El don continuó durante la predicación temprana: “El Espíritu Santo cayó sobre todos” (Hch. 10:44). Muchos años después, el mismo Apóstol, hizo referencia al “Espíritu Santo enviado del cielo” (1 P. 1:12) como un hecho conocido. Todo gran avivamiento y cosecha abundante de almas vinieron del mismo Espíritu, lo cual fue suplicado vehemente mente en oración. Por lo tanto, ¡oremos por el Espíritu!

 

2. La influencia del Espíritu Santo de Dios es sumamente poderosa. Pedimos algo poderoso y revolucionario. Estamos orando con base en la Omnipotencia. Una ciudad y un mundo malignos no pueden ser vencidos por una fuerza inferior... Qué alentador es que “en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos” (Is. 26:4). Se aplica tanto al avivamiento de la Iglesia como a la reconstrucción del Templo: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac. 4:6). Es tiempo de que los cristianos renueven su esperanza de que los soberbios pecadores se conviertan, aun el más vil de los viles, en nuestros lugares más inmundos y sanguinarios, dejemos de suponer que recibiremos una respuesta débil e infructuosa. “Nuestro evangelio”, dice el Apóstol, “no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre” (1 Ts. 1:5). Ésta es la razón de la esperanza cuando los ministros de la Palabra proclaman las buenas nuevas de que la predicación sea “con demostración del Espíritu y de poder” (1 Co. 2:4). ¡Dios nos libre de nuestra incredulidad con respecto al poder del Espíritu Santo de dar eficacia a la verdad!

 

 3. El Espíritu, a quien buscamos, es el autor de la regeneración y de la santificación. Si Dios nos ha regenerado y su Espíritu Santo nos acompaña en el proceso de la santificación, nuestro avivamiento será total. “Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn. 3:5-6, 8). Todos los creyentes proclaman la misma alabanza: “Por su misericordia, por el lava miento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tit. 3:5). Pensemos en los miles de seres humanos totalmente ciegos a las realidades espirituales y preguntemos: ¿Qué podríamos pedir para ellos que fuera más imprescindible que el Espíritu de Verdad, quien “convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio”? (Jn. 16:8). Él tiene poder, tanto para convertir al peor asesino o a la mujer pecadora como al fariseo que asiste a la iglesia; tiene poder para renovar tanto a miles como a uno solo. ¿Quién tiene suficiente percepción de la necesidad de implorar a Dios que convierta a una multitud de pecadores?

 

Todo avivamiento de la Iglesia denota un avance significativo en el proceso de la santificación; ganar a un impenitente siempre comienza con los frutos evidentes de santificación; en todos los casos, en cuanto un impenitente es salvo, inicia el camino de la santificación. Necesitamos para ambos el don del Espíritu y lo necesitamos ya mismo. Necesitamos romper el poder del pecado en los cristianos que lo son de nombre solamente y clavar sus lascivias en la cruz porque es por esta in fluencia que el Espíritu hace “morir las obras de la carne” (Ro. 8:13). Algunos creyentes en la antigüedad habían sido pecadores atroces; “mas”, dice el apóstol Pablo: “Ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co. 6:11). Esperanza, gozo, amor, las consecuentes actividades y sus triunfos son frutos del mismo Espíritu (Ro. 5:5; 1 Ts. 1:6). En suma, el Espíritu de Dios es el Espíritu de avivamiento. La oración sincera, diaria y la unidad del pueblo de Cristo pidiendo este elevado don, honra grandemente a Dios. Ya tenemos razón para ver de qué manera notable bendice Él los esfuerzos que sabidamente comenzaron en oración. Queridos hermanos, no confundamos los métodos, sigamos la senda señalada por la Providencia y el Espíritu.

 

4. El Espíritu Santo envía los dones necesarios para el éxito de la obra. Cuando se necesitaron los dones milagrosos, no fueron negados. Toda inspiración, sabiduría y obra tiene el mismo origen. Sucede lo mismo con las cualidades comunes para servir que se requieren en el camino diario del cristiano sincero que anhela ganar almas. “Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho (1 Co. 12:6-7). El Señor prometió que el Espíritu daría palabra a sus discípulos cuando fueran procesados… (Ver Lc. 12:12). ¡De igual manera, su Espíritu llena sus corazones y su boca capacitándolos para cumplir el servicio al cual fueron llamados! Los mismos apóstoles pedían en sus oraciones “palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio” (Ef. 6:19), de la misma manera, la iglesia que ora tendrá ministerios y miembros osados para anunciar con amor el evangelio de su Señor. Las súplicas que logran tales influencias son generadas por Dios cuando los creyentes que se mantienen en el amor de Dios también están “orando en el Espíritu Santo” (Jud. 20). Vemos, entonces, cómo debemos depender completa mente del Espíritu Santo de Dios. La gracia comenzó la obra, la gracia la mantiene viva, la gracia la completará.

 

  Hermanos, tenemos que orar como nunca lo hemos hecho. Nuestra falta de éxito se debe a la frialdad de nuestro anhelo y pedido. No tenemos límites en Dios, sino en nuestras propias concepciones y esperan zas. No tenemos porque no pedimos (Stg. 4:2). Si tuviéramos una concepción profunda y solemne del poder, la generosidad y fidelidad divina, “¿cómo podría perseguir uno a mil, y dos hacer huir a diez mil?” (Dt. 32:30). La lección que debiera enseñarnos el avivamiento es el deber de estar siempre rogando que haya un derramamiento más abundante y más glorioso del Espíritu Santo.

 

Aunque los lugares de instrucción y adoración son sumamente necesarios y, aunque todos los cristianos acaudalados debieran sentirse culpables en tanto estos falten, no basta con proveer estos medios. La experiencia demuestra que estos edificios pueden permanecer vacíos y que buenos predicadores no sean escuchados. Necesitamos un shock para sacudir a estas almas entumecidas, un impulso que los lleve a indagar, una atracción poderosa para traerlos a la Palabra. La necesidad principal de los que están afuera es que surja un interés, un despertar, un motivo, algo que los haga ir a la iglesia e interesarse por sus propias almas. Las reformas populares basadas en la verdad tienen, en alguna medida, este efecto. 

 

De hecho, no podemos pensar en nada que tenga más posibilidad de atraer la atención de hombres y mujeres mundanos, violentos y blasfemos, que una oleada poderosa de avivamientos, cuyas olas arremetan repetidamente contra sus desdichados hogares y corazones. 

 

 De esta misma manera se propagan las malas influencias, entonces ¿por qué no las buenas? En la mayoría de los círculos sociales de esta era tecnológica, basta una hora de una función de boxeo, un homicidio o el levantamiento de una turba para excitar sus sentidos; ¿por qué no usar estas mismas tecnologías humanas, para generar los impulsos como los que llevaron a las multitudes a escuchar a Lutero, a Whitefield o a Spurgeon? ¡Quiera Dios que podamos ver el día cuando los mensajes de salvación y las reuniones de oración estén abarrotados por la propia clase de personas que ahora abarrota los bares, los bailes, las cavernas de placeres ilícitos y las cárceles! Nada tendrá este efecto más que un avivamiento sin precedentes y para esto, tenemos que orar. Si leemos con cuidado lo que dijo nuestro bendito Señor en la parábola de los dos hijos, veremos que ésta es la gente que, no sólo necesita la verdad, sino que también es accesible a su poder: “De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios” (Mt. 21:28-32).

 

Cuando Dios muestra de una manera tan espectacular su disposición de convertir a grandes multitudes, todos los que temen su nombre y aman a las almas de los hombres debieran postrarse ante Él con clamorosos ruegos de que se digne a realizar su obra de gracia de una manera más extensa y profunda entre la multitud depravada. Tan cierto como que la fe y el amor generan la oración, es cierto que la oración genera acción… Los cegados y viciosos, responsables de disturbios y prisiones, no acudirán en tropel a la predicación de la Palabra hasta que alguna influencia fresca e irresistible que afecte a toda la población, alcance los escenarios propios de su pecado. Orar por una influencia tal es claramente nuestro deber. Mientras oramos, tenemos que trabajar. Estos hijos del Maligno no vendrán por sí solos a la luz, tenemos que llevársela. ¿Cómo llevar esa luz? Haciendo un esfuerzo en conjunto y exhaustivo, de manera que no quede ni un recoveco, ni un rincón sin alcanzar y por medio de dar al miserable las buenas nuevas del rico banquete del evangelio que les espera si lo aceptan. Es así como seremos los instrumentos que los fuerce “a entrar” (Lc. 14:23

 

Bendiciones de lo alto.

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