Bakht Singh
INTRODUCCION
“porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos. Dijo Jehová” (Isaías 55:8)
Nació 6 de junio de 1903, fue un evangelista cristiano en la India y otras partes del sur de Asia . A menudo se le considera como uno de los maestros y predicadores de la Biblia más conocidos y pioneros del movimiento de la Iglesia India y la contextualización del Evangelio.
En 1977, durante una Santa Convocación que tuvo lugar en Francia, el hermano Bakht Singh predicó los mensajes que llegaron a ser parte del libro “El retorno de la gloria de Dios”, del cual nosotros hemos extraído el capítulo VII, donde el hermano se vio dirigido por el Señor a contar en detalle su testimonio personal.
Quiera Dios que esta palabra, siempre actual, obre alcanzando el objetivo divino, a saber: la edificación de la Iglesia viva del Señor en muchos lugares.
TESTIMONIO PERSONAL
“Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.”(Hebreos 13:8)
Es la penúltima reunión de la tarde y me siento impelido a darles mi testimonio.
Convirtiéndome a Cristo
Regresé a la India, después de recibir al Señor Jesucristo como mi Salvador personal. Soy natural del norte de la India, y mi familia practicaba la religión sikh. Aunque nunca oí a mis padres decir en mi presencia una sola palabra contra el Señor Jesucristo, desde mi infancia tenía odio, una gran aversión al Señor Jesucristo y la Biblia.
Este odio era tan violento que cuando me ofrecieron una hermosa Biblia, en el año 1919, la rompí para demostrar mi oposición y mi odio. Durante unos diez años no cesé de blasfemar contra el Señor Jesús y la Biblia, pero al mismo tiempo sentía en mi corazón hambre y sed del Dios vivo.
La religión sikh no cree en los ídolos, ni en las castas. Según ella, nadie puede encontrar a Dios por esfuerzos humanos ni por medio de ceremonias o ritos. No es por sabiduría humana, ni por ninguna otra actividad del hombre; es únicamente por su gracia, mediante el encuentro del maestro que enseña la verdad. Pero ¿quién es ese maestro de la verdad? Nadie lo sabe. Yo mismo lo he preguntado a mi madre, y, como muchos otros hindúes, a otros sikhs he hecho la pregunta: – ¿Cómo encontrar ese maestro? Pero nadie supo darme una respuesta satisfactoria.
En el año 1926, fui a Inglaterra para hacer estudio de ingeniero en mecánica y agricultura. En ese tiempo me hice francmasón, libre pensador y ateo. Me puse a creer -cada vez más convencido-, que la prosperidad del mundo dependía de los ingenieros, los doctores y los científicos. Al mismo tiempo me hacía más y más esclavo de toda clase de pasiones, vicios y prácticas vergonzosas de uso en la juventud. Sin embargo, de un modo misterioso e incomprensible, Dios me seguía, me buscaba para atraerme a Él, pues Él conocía la sed que en el fondo de mi corazón había de encontrar algún día a Dios. ”Y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jeremías 29:13) El Señor emplea toda clase de medios para atraernos a Él, a Su hora y por su propio camino, “porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos. Dijo Jehová” (Isaías 55:8)
Ahora, con una mirada retrospectiva, me doy cuenta de que Dios se valió de medios muy simples para atraerme a Él. En mi colegio vi un día un anuncio que decía. “¿por qué no pasa usted este año sus vacaciones en Canadá?” Era en 1928 y tenía tres meses de vacaciones. La palabra “Canadá” ejerció en mí una cierta atracción. Fui, pues, a informarme, y supe que se iba a construir un grupo de 25 estudiantes de diversas universidades, para un viaje por América del Norte. El programa era el siguiente: seis semanas de trabajo en una granja, durante la época de la siega, y las otras seis semanas se podía hacer turismo con el dinero ganado.
Me inscribí y pagué un anticipo. Pero unos días después, me escribieron, diciéndome que no me aconsejaban que fuese a Canadá, porque posiblemente no me tratarían tan bien como en Inglaterra. Efectivamente, por aquel entonces no admitían a los turistas chinos, japoneses, indios y otros en hoteles de la costa. Ofendido, decidí que haría el viaje por mí mismo. Pero me volvieron a escribir: “Usted puede marchar con el grupo, si lo desea, pero no venga después quejándose si le prohíben la entrada en los hoteles”. Veo ahora la mano de Dios en todos esos detalles.
Salimos de Liverpool el 8 de agosto de 1928. Yo quería mostrar a los ingleses que era capaz de hacer todo como ellos. Me decía: No valgo menos que los hombres de piel blanca. En esos años que he pasado en medio de ellos, aprendiendo sus costumbres: fumo, bebo, bailo y salto igual que ellos”. Ya en el barco me uní a todos los grupos, y tomé parte en todos los juegos. Estaba muy, muy orgulloso y me decía: “Valgo tanto como ellos; lo que ellos hacen, yo también lo hago.”
El diez de agosto vi anunciado lo siguiente: “A las diez de la mañana, tendrá lugar un servicio cristiano en el salón de la primera clase”. Nunca había puesto los pies en una reunión cristiana ni tenía idea de cómo eran esas reuniones. Pensé que si no iba, mis amigos blancos me lo reprocharían, y dirían de mí: “Este Hindú no quiere nunca poner los pies en nuestros cultos”. También me dije que, habiendo ido con ellos a todas partes, asistiría a la reunión para ver de qué se trataba.
Me senté en la fila del fondo. Cuando empezó la reunión, se levantaron para cantar un cántico y yo también me levanté. Se volvieron a sentar y yo hice lo mismo. Pero cuando el predicador comenzó su sermón, me dormí. Me dije: “No he venido para oír predicar, sino a demostrar que tengo libertad para ir a donde yo quiera. Acerca de Dios, sé mucho más que todos ellos. ¿Qué pueden ellos enseñarme de Dios? Nosotros, los hindúes, sabemos todo lo que hay que saber de Dios” Así, con todos esos orgullosos pensamientos, no presté ninguna atención a la predicación.
Al final del mensaje, se pusieron todos de rodillas para orar, y me quedé sentado, pensando: “No son mi pueblo; no conocen mi país, ni mi religión. No quiero vivir como ellos”. Sin embargo, no me encontraba a gusto, y me dije: “No me parece quedar sentado, mientras ellos están orando; o me salgo o me tengo que arrodillar”.
Pero no podía salir porque había una persona de rodillas a mi derecha, y otra a mi izquierda. Luego pensé que en la India nunca habría molestado a nadie que estuviera orando. He visto, en la India, a gente de todos los rangos sociales orar en un jardín público, bajo un árbol, en la acera, o en la parada del autobús, y nunca los he estorbado. Por eso me dije: Tengo que ser educado, respetuoso, y no incomodarles en su oración porque, a pesar de todo, se dirigen a Dios”. Puse, pues, de lado mi orgullo.
Hay tres clases de orgullo: personal, nacional y religioso. Yo estaba convencido de que mi religión era la mejor, y que, nosotros, los hindúes, lo sabíamos todo respecto a Dios. Al fin, venciendo mi orgullo, me arrodillé. En cuanto me puse de rodillas, sentí un poder divino caer sobre mí. Mi cuerpo empezó a temblar y de mi boca salieron estas palabras: “Oh Señor Jesús, bendito sea tu nombre, bendito sea tu nombre”. No sé cómo pude pronunciar esas palabras, porque una vez afirmé neciamente, que fuera de la ciencia y del conocimiento no había nada. Pero en ese preciso instante sentí, sin duda alguna, un poder divino sobre mí. Cuando salí de la reunión, un hombre se acercó, diciéndome:
̶¿Es usted cristiano?
̶No, no soy cristiano, le dije. Es la primera vez en mi vida que asisto a una reunión.
̶Según su comportamiento, me contestó, pienso que es usted cristiano.
Pasé tres meses en Canadá, visitando varias regiones, y la gente fue muy amable conmigo; me trataron muy bien por todas partes. La mano de Dios me dirigía por donde quiera que fuera. Sin que yo lo supiera, el Señor Jesucristo me buscaba para encontrarme. Así es Él de longánime, paciente y amante. Sus caminos son inescrutables. Con qué paciencia y amor busca Él un pecador testarudo y rebelde. Aunque había blasfemado contra Él durante unos diez años, Él seguía lleno de amor y de ternura para conmigo.
Durante unos diez años no cesé de blasfemar contra el Señor Jesús y la Biblia, pero al mismo tiempo sentía en mi corazón hambre y sed del Dios vivo.
Volví a Canadá, por segunda vez, en 1929, para terminar mis estudios de mecánica y agricultura. Un día me encontré con un amigo, el señor Henson, director del banco en la ciudad de Winnipeg. Le pedí que si podría prestarme su Biblia. Muy extrañado contestó:
̶ La Biblia? He oído decir que ustedes los hindúes no quieren la Biblia. ¿Por qué quiere usted una Biblia?
̶Es cierto le dije. No la he querido nunca. Hasta he hablado mal de ella, pero desde hace más de un año amo el nombre de Jesús. Deseo saber de Él, pues aún no sé nada. Por favor, déjeme una Biblia.
Entonces me dio un ejemplar del nuevo testamento, en inglés. Era el 14 de diciembre de 1929. Empecé la lectura en el primer capítulo del evangelio de Mateo. Estuve leyendo durante tres horas seguidas, y me dije: “Estando en la India, leí muchos libros de autores ingleses, pero nunca he visto uno como éste. De la manera que este libro comienza, observando su estilo, examinando su contenido, me veo obligado a decir que ningún ser humano ha podido escribirlo. Cualquiera que sea la inteligencia o la cultura de una persona, no puede escribir así. Es un libro de Dios, no de los hombres. Por lo tanto, debo tener una actitud muy respetuosa cuando lo leo.”
Fue con mucho respeto y reverencia que leí el Nuevo Testamento, versículo tras versículo. El jueves llegué al evangelio de Juan. Era el 16 de diciembre. Ese día me vino un pensamiento; me dije:” Es un libro muy bueno, pero es para los americanos y los europeos. Nosotros tenemos nuestros libros en la India; la Biblia está destinada sólo a los europeos y a los americanos”.
Pensando estaba de esa manera, cuando sentí la presencia de alguien que penetraba en mi habitación y se acercaba a mí. No pude ver esa persona, pero estaba perfectamente consciente de su presencia.
Esta persona me dijo:
-No hables así. Este libro también es para ti; de cierto, de cierto te digo.
Al oír estas palabras mi corazón se puso a latir con fuerza. Me arrodillé y dije:
-Señor, en ese caso soy un pecador. Sin conocer nada de la Biblia la rompí y he hablado mal en contra de ella. Soy un gran pecador.
En ese momento vi unas manchas negras en mi cuerpo, y un olor nauseabundo emanaba a la vez de mi persona. Entonces una voz me hizo oír estas palabras: “Bakht Singh, esas manchas y ese olor, provienen de tu pecado”. Yo vi mis pecados. La Biblia dice: “Mas si así no lo hacéis, he aquí habréis pecado ante Jehová; y sabe que vuestro pecado te alcanzará.” (Números 32:23). Ese día vi claramente mis pecados. El Espíritu de Dios los descubrió uno tras otro. Cosas que había olvidado desde hace tiempo volvieron a mi memoria en ese instante. Cuando el Señor Jesucristo saca a la luz nuestros pecados, es porque nos ama, es para perdonarnos, y bendecirnos. Cuando los hombres descubren nuestros pecados lo hacen para criticarnos.
Aquella mañana vi mis pecados, me humillé, los confesé delante de Dios y dije:
-Señor, es verdad; aunque he ocultado mis pecados a los ojos de mis padres, de mi familia y de mis amigos, te los confieso a ti. Lo siento mucho. He hecho todas las cosas vergonzosas; he mancillado mi cuerpo y he inventado toda clase de mentiras para disimular mis pecados. He engañado a mis padres para conseguir de ellos dinero, presentándoles cuentas falsas. ¡Oh Dios! dime, dime, ¿hay alguna esperanza para un pecador tan grande? Soy un desdichado. Tengo dinero, pero no tengo paz. Tengo cultura, educación, pero mi vida es un fracaso. Señor, dime: ¿existe verdaderamente esperanza para tan gran pecador? Una voz apacible y delicada me dijo:
–Éste es mi cuerpo que por ti fue partido, ésta es mi sangre que fue derramada para la remisión de tus pecados.
-Señor. Esas palabras sobrepasan mi inteligencia, no puedo comprenderlas -Contesté-, pero sé que ningún ser humano podría pronunciarlas. Nadie de mi familia, ni siquiera el sacerdote de mi religión sikh podría decir: “Mi cuerpo fue partido por tus pecados”. Son, pues, tus palabras, Señor. Aunque no lo comprenda, creo que tu cuerpo fue partido por mí y tu sangre derramada para remisión de mis pecados.
Al decir estas palabras, oí nuevamente la voz decirme:
-Hijo mío, ve en paz, tus pecados te son perdonados.
Y, como dice la Biblia, fui trasformado completamente: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo” (2 Corintios 5:17-18a)
A partir de ese instante, estas palabras fueron mi experiencia. Por aquel tiempo era esclavo de toda clase de vicios, de prácticas y pasiones malas; fumaba, bailaba y hacía toda clase de cosas viciosas. Todos esos deseos se fueron en un abrir y cerrar de ojos. El deseo de las cosas mundanas me dejó instantáneamente. Consideré a todos los hombres iguales, fuesen negros o blancos, ricos o pobres. Leí la Biblia en nueve semanas, del Génesis al Apocalipsis. Noté en los cinco libros primeros de la Biblia, 558 veces las palabras. “Dios dijo, Dios habló, Dios apareció”. Las encontramos 2000 veces hasta el libro del profeta Malaquías. Es el único libro en el mundo que contiene esas palabras. En ningún otro las hallará. Entonces oré, diciendo:
-Señor háblame. Desde ese día hace 48 años Dios me habla diariamente por este libro. Todos esos deseos mundanos desaparecieron en un segundo, y el Señor Jesucristo es cada día más y más precioso para mí.
Recibiendo el llamado a predicar
Poco después asistí a un servicio cristiano en la ciudad de Winnipeg. Fui allí únicamente para terminar mis estudios, y hacer un cursillo práctico de ingeniero en mecánica. Un hombre alto, el señor Flint, estaba a la entrada. Viendo que era extranjero, se acercó para hablarme y saber quién era. Le dije:
-Soy cristiano y vengo de la India.
̶ ¿Por qué no va usted a la India a predicar el evangelio? -me preguntó el señor Flint.
-Señor Flint, soy ingeniero -le contesté-. Además, tartamudeo muchísimo; no puedo hablar normalmente. ¿Cómo podría ser predicador del evangelio un tartamudo como yo? He pasado muchos años estudiando para ser ingeniero. ¡No puedo predicar!
No me contestó, pero durante dos años, estas palabras: “¿por qué no va a la India a predicar el evangelio? ¿Por qué no va? ¿Por qué no va?” Me llegaban sin cesar a los oídos en mis momentos de quietud. Yo seguía diciendo: -Oh Señor, te prometo solemnemente que te daré todo lo que gane como ingeniero. No guardaré nada para mí. Lo decía con mucha sinceridad. Imploré al Señor, diciéndole: -Señor, te suplico, no hagas de mí un predicador. No puedo predicar, estoy disminuido físicamente. No puedo hablar bien, ni cantar, pero te daré todo lo que gane, Señor. Acéptalo; ten piedad de mí, no hagas de mí un predicador. Pero el Señor me dijo: No necesito tu dinero, te necesito a ti. Durante dos años luché así con Dios. No cesaba de decirle:
¿Cómo un hombre con esa desventaja podría ser un predicador? Pero el Señor sabe muy bien lo que hace.
En 1932, me hallaba en Vancouver. Un grupo de jóvenes me invitó para que les hablara. Uno de ellos me preguntó: ¿Podría darnos algunos informes acerca de la obra cristiana en la India? Me puse entonces a criticar a los misioneros. Aquella noche, en mi habitación, quise orar pero me fue imposible. El Señor me dijo:
¿Con qué derecho te permites tú criticar a mis siervos? ¿Qué puedes decir de ti mismo?
Señor, creo que para ser un predicador, estoy descalificado por completo en todos los aspectos, contesté. Pero si de ese modo, todavía me quieres para tu servicio, estoy dispuesto. Iré a donde quieras y cuando quieras. No elijo nada por mí mismo.
Empecé la lectura en el primer capítulo del evangelio de Mateo. Estuve leyendo durante tres horas seguidas, y me dije: “Estando en la India, leí muchos libros de autores ingleses, pero nunca he visto uno como éste.
El Señor me dijo de manera muy clara:
Es con tres condiciones que te acepto en mi servicio:
Renuncia oficialmente a todos tus derechos de propiedad sobre tus bienes que te pertenecen en la India; y en cuanto a tus necesidades de dinero o de otras cosas, no digas nada a nadie, no hagas insinuación o sugestión, ni te valgas de zapatos rotos. (Mi padre poseía una fábrica, casa y una gran propiedad en el Norte de la India. En mi familia, somos seis hermanos. Me correspondía, pues la sexta parte de todos esos bienes.)
No te unas a ninguna sociedad misionera, pero ayúdalas a todas sin distinción.
No labores tus propios planes, deja que te guíe día a día.
Era muy temprano. El 4 de abril de 1932, a las 2h 30 de la madrugada, respondí: Señor, estoy de acuerdo. El asunto quedó resuelto.
Volviendo a la India
Sin ningún otro proyecto en mi mente, regresé a la India en 1933. Mi padre y mi madre vinieron a recibirme a mi llegada a Bombay. Había escrito anteriormente a mi padre una carta de veintidós páginas, explicándole, con muchos versículos bíblicos, cómo el Señor Jesucristo había cambiado mi vida, perdonando mis pecados, y me había dado paz verdadera. Cuando salí del barco, mi padre me dijo:
Hijo mío, ahora no hemos dicho a nadie que te has vuelto cristiano. Tu madre y yo solamente lo sabemos. Te pedimos que guardes el secreto cuando vengas a tu ciudad natal. No te vamos a impedir que leas la Biblia, que frecuentes reuniones y que te ocupes en la oración. Podrás ir a donde quieras para las reuniones o para orar, a condición que mientras estés en Sargodha, tu ciudad natal, no digas a nadie que eres cristiano.
Supongamos que me tapo la boca y la nariz, repliqué. ¿Cuánto tiempo podré seguir viviendo?
No mucho, contestó mi padre.
El Señor Jesucristo es mi vida, le dije. Si Él no me hubiese salvado, viviría una vida de pecado, arruinada, fracasada. Pero el Señor Jesucristo ha salvado mi vida. Me ha perdonado mis pecados. Él es mi vida, gozo y paz, y me ha enviado a la India para ser su testigo. ¿Cómo podría vivir renegándole?
En esas condiciones me contestó: no puedes volver a casa.
A pesar de que volvía a casa después de siete años de ausencia, mi padre me dejó en ese momento en Bombay. Todo el dinero que tenía se lo di para mostrarle mi respeto. Es así que empecé mi peregrinación en la India en 1933, hace cuarenta y cuatro años. En esa época, iba simplemente repartiendo tratados a los transeúntes que encontraba en las calles de Bombay. No conocía a nadie. No tenía dinero para alojarme en un hotel, ni tampoco para comer. Si alguien se interesaba en el evangelio y me invitaba a tomar una taza de café o de té, esa era mi comida aquel día. Sin embargo, ¡Qué feliz era! Fueron los momentos más felices de mi vida. El Señor era cada vez más precioso para mí, más querido de mi corazón. No tenía amigos, nadie con quien conversar, pero vivía feliz.
Por aquel tiempo, mi padre tuvo un sueño. Vio un anciano que se le acercó y le dijo: Tu hijo ha hallado la paz, no lo aflijas. Yo estaba entonces en Karachi, en donde vivía una de mis hermanas. Cuando mi padre vino, me llevó a casa, y así fueron cayendo las barreras, una tras otra.
Un nuevo comienzo
A mi regreso a Karachi, un día di un tratado a un hindú, diplomado en la universidad, que me dijo: ¿Por qué dan ustedes estos tratados evangélicos? ¿En qué son ustedes, los indios cristianos, mejores que los hindúes? Los cristianos van al cine como los hindúes. Nosotros no tenemos paz y ustedes tampoco. Nosotros nos peleamos, nos hacemos la guerra, pero los cristianos también. No tienen ustedes más paz que nosotros; ¿Cómo puede usted pretender que los cristianos indios son mejores que los hindúes? Muéstreme en la ciudad de Karachi un solo cristiano indio que esté lleno del Espíritu, y ese día me convierto, me hago cristiano. Había entonces dieciocho mil personas en Karachi que llevaban el nombre de cristianos: trece mil católicos romanos y cinco mil protestantes. No obstante, no pude encontrar en toda la ciudad ni un cristiano que estuviese lleno del Espíritu Santo. Esas palabras fueron para mí una verdadera provocación. Dios emplea medios muy sencillos para hablarnos y buscarnos. Desde el principio de mi conversión, creí la palabra de hebreos 13:8: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos.” Oré, diciendo: “Señor, tu palabra dice que tú eres el mismo. ¿Por qué no vemos tu poder obrando en la India? Hay apenas tres de cada cien cristianos dignos de llevar ese nombre.” La palabra de Dios dice: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.” (Romanos 8:9)
Oraba, y una vez a la semana ayunaba. Me dije: “Creo que la Biblia tiene la respuesta a cada pregunta. Es la palabra de Dios y dice que el Señor Jesucristo no cambia; Él es el mismo, en la India, en América, Europa y en todo el mundo. Tenemos que ver más poder en la India”. En el evangelio de Lucas 6:12 leemos: “En aquellos días él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios”. Por esta palabra fui guiado a orar toda una noche con otro creyente. Orábamos así: “Señor, enséñanos y ayúdanos a orar toda la noche, porque ese hindú de Karachi nos ha desafiado diciendo: Muéstreme un solo cristiano indio que esté lleno del Espíritu Santo, y me convierto en el acto. Creemos, Señor, en tu fidelidad. Danos la respuesta, respóndenos.”
Tuvimos aún que perseverar durante un cierto tiempo, y creer en la fidelidad de Dios. Nosotros cambiamos, pero Dios no puede cambiar. Durante tres años enteros, dos o tres de entre nosotros insistimos en la oración. Cada vez que nos era posible, orábamos toda la noche. Al cabo de tres años, Dios comenzó a obrar. Empezó operando una profunda salvación en muchos corazones. En ciertos lugares, ocurrió incluso que los oyentes vieron caer fuego del cielo sobre algunas almas. La gente se revolcaba en el suelo llorando, convencida de pecado, arrepintiéndose. Iban de casa en casa, pidiendo disculpas y reparando el daño que habían hecho. Quemaron objetos que habían servido al pecado. Esas cosas sucedieron de 1936 a 1940 en setenta asambleas locales, en ciudades, pueblos y aldeas. Tuve el privilegio de ver millares de personas nacer de nuevo, auténticamente regeneradas con arrepentimiento sincero. Pero cuando unos meses más tarde volví a visitarlas, quedé sorprendido al ver que la mayoría había retrocedido.
Edificando la iglesia
Eso fue un choque muy fuerte para mí. ¿Cómo era posible que habiéndose arrepentido con lágrimas, esas mismas personas se volvieran atrás? En eso me dije:” Nosotros, los evangelistas, somos los responsables del crecimiento espiritual de estas personas”. Después de orar semanas y meses el Señor nos habló por su palabra:
“Y después de anunciar el evangelio a aquella ciudad y de hacer muchos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios. Y constituyeron ancianos en cada iglesia, y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído. Pasando luego por Pisidia, vinieron a Panfilia. Y habiendo predicado la palabra en Pergue, descendieron a Atalia. De allí navegaron a Antioquía, desde donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido. Y habiendo llegado, y reunido a la iglesia, refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos, y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles. Y se quedaron allí mucho tiempo con los discípulos.”(Hechos 14:21-28)
El Señor Jesucristo es mi vida, le dije. Si Él no me hubiese salvado, viviría una vida de pecado, arruinada, fracasada. Pero el Señor Jesucristo ha salvado mi vida. Me ha perdonado mis pecados. Él es mi vida, gozo y paz, y me ha enviado a la India para ser su testigo. ¿Cómo podría vivir renegándole?
En esas condiciones me contestó: no puedes volver a casa.
“Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombre. Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.” (Efesios 4:8-16)
Por estos y otros pasajes, el Señor nos hablaba. Era en noviembre de 1940. El Señor nos hizo comprender que los creyentes no crecen espiritualmente por sus propios medios, ni por el ministerio de un hombre solo.
En aquel entonces iba de un lugar a otro a través de la India, dirigiendo numerosas campañas de evangelización, en todas las denominaciones del país. Mientras predicábamos en todas esas denominaciones, vimos que Dios obraba con poder. Pero, los creyentes de esas mismas asambleas, no tenían carga en su corazón por el crecimiento espiritual de los nuevos convertidos. Por lo cual toda clase de costumbres, tradiciones e instituciones humanas irrumpieron en esos sitios. Muy pocos sabían lo que enseña la Biblia acerca del nuevo nacimiento y de la salvación. Entonces nos pusimos algunos a orar otra vez: “Oh Señor, haz una obra nueva en la India”. Y pedimos con fe: “Señor, da a tu Iglesia apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros para la edificación de los santos, como lo dice la Escritura.”
Con esta carga en el corazón, participamos en numerosas reuniones de oración que duraban toda la noche: “Quiera Dios hacer una obra nueva entre los cristianos en la India”. Entonces tuvimos de nuevo la promesa del libro de Isaías 43:19 “He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a la luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad.”
Empezamos a darnos cuenta de que por medio de este quíntuplo don que el Señor ha conferido a su iglesia, los creyentes crecían, se desarrollaban espiritualmente. Apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, son cinco dones que el Señor Jesucristo ha dado a su Iglesia después de subir al cielo. Por medio de esos cinco dones, los creyentes pueden crecer a la medida de la estatura perfecta de Cristo. Este resultado no se obtiene por los milagros, las visiones, los sueños o por sabiduría humana. Hemos visto muchos milagros, pero no nos gloriamos en ellos. Queremos ver madurez espiritual entre los cristianos y la iglesia según su naturaleza celestial.
La verdadera iglesia de Señor
El Señor ha dicho: “Edificaré mi iglesia”. Él no dijo:” Voy a edificar mi iglesia americana, india, china, japonesa, africana, alemana, francesa, etc.”, sino: “Edificaré mi Iglesia”. Queremos la iglesia de Dios. No nos interesan los edificios, las propiedades lujosamente amuebladas; queremos Su iglesia”. Para ello hay que pagar el precio. Tenemos en primer lugar que ajustarnos a la palabra de Dios en todo detalle, y no a los preceptos humanos, para estar libres de las prácticas, ritos y tradiciones humanas. Después de muchas noches de oración, el Señor nos reveló su plan celestial. Vimos que Dios preparaba instrumentos semejantes a Ana, Samuel, David y Salomón. Según esos cuatro principios, Dios comenzó a obrar en medio nuestro, con objeto de traer su gloria.
Comenzamos unos cuantos, dos o tres de entre nosotros, a orar seriamente. Pero poco a poco el número fue aumentando y muchos creyentes, en numerosos lugares de la India, se pusieron a orar noches enteras. Tenían una misma carga en el corazón. De ese modo, Dios comenzó una obra nueva por todas partes en la India. Todo ello produjo hambre y sed de la palabra de Dios. Se vendieron, en esos días todas las Biblias existentes en la sociedad Bíblica, en la India.
Esto ocurrió tres veces. Muchos se pusieron a estudiar y a escudriñar las escrituras. En el curso de una reunión, el Señor podía darnos hasta setenta y cinco versículos bíblicos por los cuales el Espíritu Santo testificaba: “Ved lo que Dios dice, ved lo que Él dice.” Había sed de oír la voz de Dios a través de su palabra; había hambre de la palabra de Dios en muchas partes de la India. Cada vez veíamos más personas con su Biblia, por dondequiera que iban. En sus ratos libres se ponían de rodillas para leerla y estudiarla, en cualquier momento del día. Esto hizo que deseáramos conocer y descubrir el plan y el pensamiento de Dios para nosotros.
Luego se elevó en medio nuestro esta oración: “Señor, revélanos cuál es nuestra parte en tu plan celestial. Muéstranos, Señor, tu orden celestial para tu iglesia viva. No ambicionamos adquirir grandes edificios. Queremos únicamente ver tu iglesia viva”. Es una revelación divina que viene a nuestro corazón, después que nos hemos humillado, que hemos confesado nuestros pecados y puesto todas las cosas en orden.
El Señor levantó en aquel tiempo numerosas asambleas en la India y en el Pakistán. Y, ahora, nuestra carga, nuestra oración es: “Señor, dígnate hacer una nueva obra en Francia, Alemania, Inglaterra en todas partes, para que sepamos lo que es la Iglesia, la morada de Dios, la vasija de Dios, el instrumento de Dios mediante el cual tú quieres mostrar tu gloria; por el que la multiforme sabiduría de Dios será dada a conocer a las potestades y autoridades en los lugares celestiales”.
De ese modo, Dios comenzó una obra nueva por todas partes en la India. Todo ello produjo hambre y sed de la palabra de Dios. Se vendieron, en esos días todas las Biblias existentes en la sociedad Bíblica, en la India.
Dios busca, desea la iglesia. Nuestra oración, nuestra carga en estos días es: “Oh Dios, haz una obra nueva en el mundo entero.” Dios puede manifestar su gloria cuando hay una iglesia viva. Es un gran privilegio, un honor formar parte de esa Iglesia. Hoy día se pueden ver grandes edificios religiosos, con bello mobiliario y magníficos órganos, pero sin vida. Les pido que oren para que el Señor establezca su iglesia viva en Francia, Alemania, Holanda, Bélgica, Suiza, España y por todas partes. Es entonces que, gracias a la plenitud de Dios en su iglesia, se verá la madurez espiritual entre los creyentes.
“…y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. (Efesios 1:22,23) “en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.” (Efesios 2: 21,22).
La morada eterna de Dios es la iglesia. En una iglesia viva se debe sentir la presencia de Dios, oír su voz, conocer su pensamiento, experimentar su poder y comprender su propósito. También se debe gozar en ella de una verdadera unidad entre los creyentes. La multiforme sabiduría de Dios se manifiesta a través de una iglesia así. “Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales” (Efesios 3:10).
Quiera el Señor establecer y afirmar tal iglesia en Francia, en la que cada cual tome parte. Tomamos parte en el amor, la oración, la comunión fraternal, y por otros medios. Así, en estos días del fin en que vivimos, Dios podrá manifestar su gloria entre todas las naciones. Cada uno de nosotros puede participar, por lo menos en oración.
En la India hemos visto personas muy simples ser poderosos instrumentos de Dios, porque saben cómo orar y adorar, cómo conocer y hacer la voluntad de Dios. Saben lo que es la iglesia. Quieren vivir una vida separada para Él, quieren conocer la plenitud de Dios para su pueblo. Que el Señor nos ayude, de modo que lleguemos a ser esos instrumentos para Él.
Bendiciones de lo alto
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